Al principio no sintió el olor. ¿Cómo distinguirlo entre el cúmulo de olores que flotaban en la cabaña? La fragancia del chupín que estaba preparando se mezclaba con el olor a humo, con el tufillo a perro y a ropa húmeda - porque hacía apenas una hora que había dejado de lloviznar - y con el aroma a prostituta barata de la colonia que se había puesto para esperar al Carmelo, que "hace unos días que tendría que haber vuelto el muy taimado. De seguro que se ha ido con los atorrantes de sus compadres a gastarse la paga en el boliche. Pero ya me va a oír el jo 'e puta". Le acomodó la manta al guagüita que, en contraste con el resto, despedía un aroma jabonoso de ropa oreada al sol, que se confundía con la fragancia de palo santo de la cuna que "mi hermoso hombre le hizo con sus propias manos". Bajó despacio las escaleras, balanceando sus jóvenes caderas como un bote en aguas mansas. El sol se había atrevido a rasgar las nubes y el vapor se elevaba despacito de la tierra húmeda. El Ibicuy todo rezumaba olores: perfume de naranjal, fetidez de barro podrido, de pescado y hojas en descomposición, efluvios frescos de la corteza de los álamos blancos... Y de pronto lo sintió. Era un olor que le recordaba algún momento inidentificable de su infancia, un olor dulzón y nauseabundo que despertaba en sus adentros remezones de angustia. Eulalia se quedó paralizada, mientras el olor se le enroscaba por las piernas, le mordisqueaba la espalda, le torpedeaba los pulmones y le escocía en los ojos. Giró el cuerpo y los vio venir desde el monte. Los cuatro compadres del Carmelo venían marchando en bloque, silenciosos y mirándose la punta de las alpargatas. Entonces el olor se le metió a Eulalia por entre los senos prietos, abrió de un tajo su carne morena y le llegó hasta el alma, burlándose impiadosamente ante el desmoronamiento de esos sueños simples, de mujer isleña, que albergaba. No hizo falta que nadie le dijera nada. Ella supo, desde lejos, qué era ese bulto que los hombres traían envuelto en una red de pesca, como si fuera un pescado enorme e hinchado y que calladamente depositaron a sus pies. Ni un solo grito, ni una lágrima. Unicamente aquel olor y la resignación, uniendo a la mujer arrodillada y a los hombres que giraban, impotentes, sus gorras entre las manos.
Levantó los ojos al cielo y buscó algo que lo colmara de sentido. Vio las nubes, henchidas de presagios; una última estrella haciéndole guiños burlones, presumiendo de su capacidad de brillar. Y vio los pájaros planeando despreocupadamente, bebiéndose el viento, dejando que sus plumas pintaran la nada de celeste. Entonces supo cómo extender sus propias alas…
y con la urgencia de una saeta lanzó hacia el infinito una pregunta.
En antiguos tiempos cuando el instinto primaba mis dedos tiznados dibujaron en la roca ilusiones de cazador con sueños de hechicero. Hoy, soy otro hombre que con trazos desnuda sus visiones de éste y otros mundos. Sin embargo bajo la pátina racional de la cultura la magia está adormecida, … pero no descansa.
No me quieras fuerte, no me quieras sabia ni siquiera inteligente. No me quieras líder ni tampoco apoyo, mucho menos puerto. Hoy soy quien soy y no quien habitualmente actúo. O quizás soy quien fui hace ya tiempo y sigo siendo. Sólo te pido que hoy no me pidas nada, ni siquiera que te quiera. Sólo te pido que hoy me mimes y me dejes ser pequeña y me hagas un nido. Hace frío.
Como toda buena hechicera, ella tiene una gata negra de ojos dorados que se arrebuja en su hombro y le murmura secretos.
Desde remotas regiones, prisionera de los límites de un marco, la joven de la perla observa, inquisitiva, cómo ella prepara su conjuro.
Con gesto maquinal, retuerce su cabello en un rodete y combina: un toque de imaginación, una pizca de verdad y unas gotas de picardía, la misma exacta cantidad que brilla en su sonrisa.
Con su pócima secreta, hace resurgir vidas pasadas que discurren como soles por sus venas, iluminando los mundos que ella alumbra. Entonces, acechando desde el borde de una página, arma en mano, captura las voces que se ocultan en los siglos.
En esas mágicas noches, ella ensarta letras en un delgado hilo y zurce la historia, para reparar intencionales olvidos que desdibujaron los perfiles de las vidas de otras damas como ella. O de otras vidas de esta dama, errabunda de los tiempos.
No me invites a tu mundo de modelos y oropeles. No me invites a tu mundo de azar y promociones. Yo no compro maravillas de la China ni el verso de que “puedes si tu quieres”. No me invites a tu mundo de alegría sin opciones. No me invites a tu mundo de justicia para pocos. Yo no compro emociones en pastillas ni “sex-bytes”, ni quirúrgica hermosura. Que se quiebre en mil pedazos tu verdad de pacotilla. Que se quiebre en mil pedazos. Lo mismo que mis sueños.
Amame ahora. Ahora que es la hora de la siesta, calurosa, y el mundo parece haberse detenido. Amame ahora. Ahora que la telaraña de la voz de las cigarras nos envuelve y nos deja sin sentido. Amame ahora. Ahora que mi sangre tiene recorridos. Estrújame, muerde mi carne estremecida; bebe de mis labios mi esencia y mi risa. No te demores, ámame ahora, en este exacto instante, en esta hora. No permitas que se te haga tarde. Hoy sobre tu pecho confiadamente duermo. El mundo girará, dará una vuelta y acaso mañana yo esté muerta. Y quizás... sólo quizás... seré un recuerdo.
Siestas. Siestas eternas y sofocantes que duraban más de lo querido y en las que había que permanecer en silencio. Siestas en las que, recostada en el suelo caliente, quedaba atrapada en esas redes extrañas y sutiles. Redes formadas por gruesos trazos de sombra y puntos de luz, o por tenues hilos luminosos y manchas de sombra. Nunca pude descifrar cuál era la trama correcta, nunca pude leer, ni siquiera ahora, el lenguaje calmo de la sombra móvil de los árboles. Y menos aún el de la sombra del parral. Pero no importa, algo dicen, algo cuentan, algo sugieren, que me aquieta y que me acalla y que me acuna. Como flotar en un río manso, como nubes en rebaño, como guirnaldas de luciérnagas, como monótono sonsonete de cigarras. Como tu voz, cuando dice lo que espero, aunque no pueda descifrar la trama correcta, del entretejido extraño en que se funden las sombras móviles de tu alma y de mi alma.
Amanece. Despacito, como amanece siempre en el llano, con un sol inmenso y rojo como rodaja de sandía. Y se enciende un alboroto de gallinas y un coro de mugidos.
En el monte, los pájaros hablan todos a la vez, como un eco burlón de lo que ocurre en la gran cocina de la casa. Después surgen otros ruidos: de correajes, de cuero crujiente y estribos, de tranqueras que se abren, de ladridos de perros ansiosos. Los hombres parten rumbo a ese horizonte interminable, haciendo caracolear sus potros, levantando polvo, recortándose como esculturas contra el sol rojo del verano. Y de pronto todo queda callado y calmo, dulcemente quieto, hasta que algunas chicharras se animan a iniciar su anuncio de calor. Entonces, ella cruza el patio barrido, hasta el aljibe, que con su violín de roldana acompañará su itálica voz cantando “il mazuliiín di fiori que ven da la montaaaaña...”